En un presente con el desafío de dos grandes guerras en proceso y posible expansión, otras latentes, los efectos sociales y económicos de la pandemia aun presentes y la globalización chueca por el efecto de proteccionismos y nacionalismos, es previsible que la normalidad se reduzca a un retorno a lo básico: alimentos, energía, seguridad.
Desafíos que en la modernidad se suponía que estaban resueltos o en ese camino. En absoluto. En cierta medida hay un eco del inicio del siglo pasado. Como señala el World Economic Forum, este sendero empedrado coincide con un panorama global de bajo crecimiento, baja inversión, baja cooperación y potencial deterioro del desarrollo humano y del sentido de la justicia y la democracia. Los liderazgos están teñidos de esas distorsiones, por supuesto. No son abstractos, responden a la época.
Donald Trump testimonia acabadamente ese panorama. Con una arquitectura argumental simple y precaria, pero efectiva, conecta con esas opacidades. El debate entre los analistas, por momentos exagerado, sobre las razones de la exitosa carrera electoral del magnate, esta semana confirmada en la interna republicana de Iowa, por momentos pierde de vista el contexto que lo hace posible.
El ex presidente, nunca fue un outsider, otra reiterada confusión. Llegó en su primer mandato montado en un declive de EE.UU., con una gran parte de la población exhausta por las guerras de Irak y Afganistán y la crisis que arrasó a la clase media y media baja a fines de la década del 2000 en pleno gobierno republicano. Heridos que no fueron auxiliados por el siguiente capítulo demócrata.
Todos estos sucesos describen este cuarto de siglo tumultuoso marcado a nivel global por el fallido de las políticas imperiales de George W. Bush en el inicio de la centuria y el aislacionismo iliberal de Trump, luego. Los periodos de Barack Obama y Joe Biden parecerían incidentes en un camino ya trazado y decadente.
Como aquella naturalidad básica, el regreso ahora del magnate sucede en una potencia frustrada que experimenta la disminución de su poder estructural, lo que los analistas resumen en la incapacidad de lograr los resultados deseados. Biden, con su obsesión reelectoral pese a su edad avanzada y su ausencia total de carisma, es otro reflejo de esa distorsión. Esa vanidad no sucedería en circunstancias diferentes .
Atributos de una potencia hegemónica
Es importante profundizar ese aspecto. El politólogo portugués Pedro Emanuel Mendes enumera tres atributos esenciales en una potencia hegemónica: capacidad material y política excepcional, que le da la posibilidad de inventar las reglas del juego; la voluntad de liderar el orden y hacer cumplir las reglas; y, finalmente, contar con un liderazgo consensuado basado en una primacía indiscutible del capital social en el sistema internacional.
Esa relación de poder hegemónico debe contar con el consentimiento de los actores internacionales. “La hegemonía debe ser consentida y no impugnada”, sostiene. Una cualidad en disputa en esta etapa.
Una anécdota de 2018 ayuda a dimensionar de qué se habla con estos argumentos. En aquel año, a Trump le tocó el mensaje ante las Naciones Unidas. Ahí dijo: “Hoy me presento ante la Asamblea General para compartir el extraordinario progreso que hemos logrado; en menos de dos años, mi administración ha avanzado más que cualquier gobierno en la historia de nuestro país”. Una risotada cruel estalló de inmediato en el recinto envolviendo a diplomáticos y mandatarios.
Reacción sin precedentes y nítida sobre el daño que Trump infligió a la imagen de EE.UU. También del declive de la potencia que explica mucho de este cuarto de siglo estropeado. JFKennedy sintetizaba la importancia de estas esferas de un modo drástico: “La política interior solo puede derrotarnos -decía-, pero la política exterior puede matarnos”, recuerda el politólogo norteamericano Aaron Wildavsky.
Mendes observa que esos defectos surgen tanto de la complejidad natural de los procesos de cambio, pero, más relevante, de la erosión del orden liberal por la crisis de legitimidad que experimenta el liderazgo del poder hegemónico. Trump en ese sentido ha sido el mayor cuestionador desde la Segunda Guerra del orden liberal, que Obama contribuyó a reedificar tras la fallida experiencia de Bush.
Trump es una consecuencia de la historia. Está ahí porque algo sucedió antes. Pero tampoco es una novedad. No olvidemos que la potencia se involucró en aquella gran guerra recién después de Pearl Harbor. El lema del magnate neoyorquino “Estados Unidos primero” (America first), fue creado originalmente por los aislacionistas que se oponían al involucramiento de EE.UU. en la batalla contra el fascismo. Aquellos que le señalaban a Churchill en el Londres acosado que comprendían su angustia, pero que tuviera paciencia. Y resignación.
Tampoco es una novedad el proteccionismo neonacionalista que inaugura con intensidad este ex presidente y que continúa con parecido énfasis Joe Biden, aunque con otras prolijidades. En el republicano hubo y sigue habiendo una distancia en el discurso sobre el aliento democrático que marca, en cambio, la retórica de la actual Casa Blanca.
Es claro que el daño a esos ideales conlleva riesgos de seguridad para todos, políticos y económicos, aunque es un desperfecto frecuente en el sistema del cual EE.UU. tiene muchas facturas que explicar. Pero es concluyente que con más autocracias y modelos represivos, los tratados y alianzas sucumben, el planeta se torna inestable, se impone el derecho de la fuerza y se multiplican los conflictos. Trump le brinda menor importancia a esos desvíos. Suceden en un allá de otros.
El engendro contra Ucrania
La guerra de Ucrania es uno de los engendros que se ha filtrado por esas grietas de liderazgo y ausencia de balances. Ese conflicto medieval ruso no pudo ser impedido y es difícil de ser neutralizado, pero si la ficha cae a favor de Moscú confirmaría el apagón norteamericano aunque no precisamente exista luz en las alternativas. Como señala nuevamente el World Economic Forum, estamos frente a un panorama de fragilidades que parecen completamente nuevas, pero a la vez intensamente familiares.
Suiza es un ejemplo inesperado de esas tendencias regresivas. Por primera vez plantea la necesidad del control de la inversión extranjera directa para regular la competencia. Ese mismo proteccionismo en la Unión Europea llega al extremo de reprochar las políticas de reducción de la inflación en EE.UU. porque incluyen créditos fiscales y subsidios para tecnologías verdes.
No es claro que Trump venza a Biden en noviembre, aunque todo apunta en ese sentido. Si eso ocurre no habría solo quejas. La actual administración finalizaría con un objetivo que el republicano alentaba, una mayor industrialización de EE.UU. aliviando su dependencia de un mundo globalizado que antes se celebraba como un rutilante logro contemporáneo.
Apenas un matiz. Trump, de regreso a la Casa Blanca, convertiría en murallas los océanos que rodean a su país. La BBC, por caso, cita a dos cercanos allegados del ambicioso magnate que confirman que un primer paso será retirar a EE.UU. de la OTAN paralizando a la Alianza Occidental. Un gasto innecesario, sostiene.
Un punto que en otras circunstancia sería hasta debatible. Pero que en este presente, liberará tendencias oscuras que son ya mucho más que evidentes. Los europeos «tienen razón en estar ansiosos» reconoce el senador Chris Coons del Comité de Relaciones Exteriores de esa cámara. No son los únicos.
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