el secreto de mis ojos
Martes 11 de septiembre de 1973, 9.30 de la mañana. En aquel entonces tenía 9 años. Nos encontrábamos en el departamento de mis abuelos, en plaza Pedro de Valdivia, con mi madre (Adriana) y mi hermana Ginette. Mi padre, socialista, era Director General de Investigaciones, un cuerpo especializado de la policía civil, una suerte de policía científica que hasta el día de hoy existe, muy conocida por su acrónimo, la PDI: una policía de detectives, como en las películas.
Allende lo había nombrado en ese cargo meses antes, hacia fines de 1972. Papá pasó a despedirse, andaba armado con una pistola al cinto y con su chofer: mis recuerdos son confusos, pero lo que se me viene a la mente es un despido nervioso. Todavía lo veo partir en su auto desde el balcón, de esos autos rectos y cuadrados que uno dibujaba en un cuaderno durante una clase aburrida, hacia un destino que mucho tiempo después sabré cual fue.
Al poco rato de que mi padre se fuera, llegó una patrulla de militares, comandada por lo que creo (imaginación obliga) era un sargento con casco y metralleta. Mi madre nos había instruido, a mí y a mi hermana de cinco años, que dijéramos que no habíamos visto a mi papá, que no sabíamos nada de él desde el día anterior: “niños, ¿qué van a decir si les preguntan si han visto al papá?”.
El jefe de la patrulla nos asustó: botó ollas y platos al suelo con gran estruendo, tras lo cual mi madre lo reprendió, gritoneándolo. Tras la quebrazón, el militar nos condujo a mí y a mi hermana a una habitación trasera, sin la presencia de mi madre ni de mis abuelos, y nos preguntó: “¿han visto a su papá?” Nuestra respuesta fue evidentemente negativa, aunque devorados por el miedo.
Los militares permanecieron en el departamento por un largo rato, haciéndole preguntas a mi madre y abuelos. Tiempo después (¿minutos, una media hora, la eternidad medida por el reloj?), deciden partir: nosotros mirábamos por una ventana cómo cruzaban la plaza, hasta que en un momento el sargento (o quien quiera que fuese) se desploma (tiempo después supimos que había recibido un balazo de un franco tirador, vaya uno a saber desde donde).
Comunicados por radio y TV
Tras la partida de los militares, recuerdo las imágenes del bombardeo al palacio de La Moneda en la pantalla del televisor, con el periodista Claudio Sánchez transmitiendo en directo el episodio más traumático de la historia de Chile. Una vez concluido el bombardeo y consumado el golpe de Estado, se imponía en los televisores la letanía de dibujos animados por horas y, tal vez (no lo recuerdo bien), por días. Vamos con el correcaminos, sigamos con porky pig (“porky porky, nuestro rey, favorito sin igual, y puestos todos a la diversión, buscaremos un buen lugar”: nunca más pude ver con los ojos y oídos de un niño a este cerdito que se me presentaba como un puerco, a secas), uno que otro episodio de Tom y Jerry, y tantas otras historietas animadas.
Ese festival de imágenes y sonidos era interrumpido por los bandos militares que eran transmitidos por la radio: todavía recuerdo, como si fuera ayer, a mi madre con la oreja pegada al transistor, junto a mis abuelos agachados y resignados.
En esos bandos irrumpía una voz marcial, inquisitiva en la que se les ordenaba a distintas personas entregarse a las autoridades: cada cierto rato, se escuchaba en esos bandos el nombre de mi padre. Cada vez que su nombre era pronunciado, mis ojos abandonaban la pantalla del televisor, estimulando mis oídos, con el corazón entre las manos.
Es extraño. Ninguno de estos recuerdos se activó con ocasión de los 30 años del golpe, tampoco con los 40. Es solo con los 50 que por estos días las visiones y los sonidos del golpe se agolpan en mi memoria. ¿Por qué será? Una pequeña parte de la respuesta reside en la naturaleza cabalística, casi mágica de lo que significan 50 años de historia: estaba en París cuando se conmemoraron los 50 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, y la indiferencia popular me conmovió.
En Chile, a igual distancia temporal, lo que atrapa es la virulencia de las luchas de las élites políticas, jurando que están conectando con el “sentir profundo” de los chilenos: ¡pamplinas! La otra parte de la respuesta, más profunda, es la ola revisionista que se ha abierto paso en Chile, lo que ha permitido decir más o menos cualquier cosa.
Pero los recuerdos están allí, desde mis dos sentidos. Me gustaría volver a ver porky pig, con los ojos y los sonidos de un niño.
*El autor es sociólogo y cientista político de la Universidad Diego Portales-COES, de Chile.
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