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La primavera y la espuma del carnaval


Mi tío Heriberto era asturiano, panadero y un anarquista irredento. Consideraba que la anarquía era la organización social indicada para un universo basado en el principio del caos. Solía matear por las tardes en la leñera con el cura de la parroquia de la vuelta, ante quien sostenía que ningún dios piadoso podría haber generado un planeta cuyo zócalo vital fueran esos “millones de insectos de mierda”. A fuerza de contrariarlo, el pobre cura terminaba defendiendo la teoría de la evolución, con gran peligro para su alma eterna. “Nada”, insistía mi tío “dependemos de las bacterias para respirar, ¿eso es un universo bien planeado? ¿Qué sería del pan sin las bacterias?”, concluía, con una congruencia dudosa.

Mi tío tenía tres hijos, a los que bautizó Matilde, Clotilde, y a mi primo el menor, Acento. De ese modo podía llamarlos a todos Tilde y olvidarse del asunto. Sostenía que ante un universo infinito, pretender un nombre propio era soberbia burguesa e inductor del caos. Y efectivamente, cualquier frase trivial (”Tilde, poné la mesa”) era capaz de desencadenar el caos en esa casa.

Mis primas adoraban la primavera, o con mayor precisión, los festejos del Día de la Primavera, que en ese entonces se celebraban con un desfile de carrozas en la Avenida Santa Fe. Mi tío odiaba esos festejos. Sostenía que solo un pueblo de brutos podía hacer desfiles en honor de la primavera justo el día en que “en todo el universo comienza el otoño”. Todo el universo, en el caso de mi tío, significaba Asturias.

Así que mis primas, desde días antes, se probaban vestidos floreados y arremetían contra sus cejas hirsutas (tenían dos, una para cada una), mientras mi tío amenazaba con atentar contra los festejos que se preparaban con tanto esmero y despliegue de carrozas. Soñaba con irrumpir en el desfile secundado por su pandilla de maestros panaderos y estibadores, vagamente ácratas y positivamente borrachos, todos disfrazados de osos polares y arrojando bolas de nieve y bellotas a los paseantes. Mi tía lo tomaba en serio, sobre todo cuando pudo vislumbrar el avance de sus experimentos para lograr nieve artificial en la leñera.

Así que, llegado el día, la buena mujer hacía salir a mis primas, bellísimas y escotadas, por los portones de atrás, y con la ayuda del cura emborrachaba a mi tío y lo encerraba bajo cuatros llaves en el cuartito del fondo. Desde allí se escuchaban sus alaridos en ruso, que apenas eran la repetición de frases aprendidas de un aviador de la guerra civil, seguramente stalinista, pero que él juzgaba anatemas bakunianos fulminantes.

Años más tarde mi primo Acento, ya transformado en Roberto (por Sandro, aclaraba), dando vueltas por allí encontró la fórmula de la nieve artificial, y se hizo rico vendiéndola como espuma de carnaval. Quién sabe si mi tío lo consideraría una infamia o una prueba más del caos del universo.

Escritor. Ganador del Premio Clarín Novela 2022


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