Los beduinos, las otras víctimas israelíes del ataque de Hamas y de la guerra en Gaza
Rahat es una populosa ciudad beduina en el desierto de Negev, a minutos de Be’er Sheva, una de las más importantes y modernas metrópolis israelíes en esta región, a unos 20 kilómetros de la Franja de Gaza… y de la guerra.
Hay diferencias necesarias entre las dos comunidades. Los casi 200 mil habitantes de Be’er Sheva son de mayoría judía israelí, los de la otra ciudad, excluyentemente árabes israelíes que se identifican como palestinos y de raíz semita, igual que el pueblo judío. Pero ambas comparten el drama que retuerce en estos momentos a la región.
Entre los más de 1.400 civiles que la milicia fundamentalista de Hamas mató el 7 de octubre en el sangriento asalto al sur de Israel, hay 21 beduinos. Y suman seis los de ese pueblo que están cautivos en la Franja junto con el resto de los 242 secuestrados por la banda terrorista. Eran trabajadores que estaban en los kibutz cuando se produjo el ataque.
Una y otra ciudad son blanco indiscriminado de los poderosos cohetes que la organización pro iraní dispara con frecuencia desde la Franja, con la salvedad que en Rahat no hay refugios ni tampoco sirenas que anticipen la llegada de los proyectiles.
Este enviado de Clarín llegó a la ciudad con la guía de la argentina Patricia Sadovsky, radicada hace años en Israel, una ex funcionaria municipal ya retirada, vecina de Be’er Sheva que aprecia y admira el esfuerzo creativo de los beduinos, nombre que significa habitante del desierto, justamente.
Rahat es considerada la mayor ciudad beduina del mundo, un pueblo de unos 300 mil integrantes, muchos de los cuales, casi un tercio, viven aún en el desierto, en aldeas precarias, sin derecho a la tierra de donde suelen ser expulsados. La ciudad es una de las más pobres del país tomando en cuenta su nivel presupuestario, pero sin embargo todo parece muy cuidado y ordenado.
Recorrida por Rahat
En una recorrida amplia se ven numerosas obras en construcción, un parque industrial y negocios de marcas internacionales con las calles adornadas por luminarias modernas. Vive ahí una treintena de clanes ancestrales de este pueblo que se diferencian por los barrios que habitan, indicados con números. Hay también un puñado de mezquitas, pero se consideran en su mayoría laicos.
Antes de la guerra Rahat, famosa por su hospitalidad y buena cocina, buscó promoverse como centro turístico y de descanso de fin de semana de modo de mejorar sus ingresos. La ciudad está a apenas 110 kilómetros de Jerusalén y a menos de cien de Tel Aviv.
El lugar es interesante, muy sereno con confiterías donde, a diferencia de ciertas tradiciones medievales en otras fronteras, se ve a mujeres solas bebiendo te y charlando sin la presencia de varones. “Somos occidentales, y somos modernos”, le dice sonriente al enviado un ex funcionario del lugar explicando la escena.
El hombre pide a lo largo de la charla que sostuvimos en esa confitería que no se lo identifique Es porque la guerra ha disparado una especial sensibilidad con todo lo árabe. Hay razones para esa aprensión. La CNN comentó esta semana el sorprendente caso del despliegue de 15 policías en la casa de una espantada muchacha árabe israelí en Jerusalén acusada de incitar al terrorismo por publicar un verso del Corán en las redes. «Si si, nos sentimos discriminados», afirma el dirigente beduino bajando la voz.
Patricia, que a la vez nos traduce, comenta que en Israel las comunidades beduinas del sur han tenido un vínculo muy dinámico con la administración central. Prueba de ello es que hace pocas horas estuvo por el lugar el ministro del Interior del gabinete de Benjamín Netanyahu.
La visita sirvió para que las autoridades locales le reclamen la parte del presupuesto que le toca a estas comunidades, unos 50 millones de dólares, que no ha sido desembolsada por una polémica decisión del ministro de Economía, Bezalel Yoel Smotrich, un dirigente de extrema derecha del partido Sionista Religioso.
El ex funcionario de Rahat, en la charla con Clarín, critica el estilo y posiciones del primer ministro a quien reprocha “una actitud constante y aguda contra los árabes” de Israel. Ese problema, recuerda, era fuerte antes de la guerra, pero el conflicto lo ha agudizado a niveles en extremos severos con consecuencias directas.
“Esto nos golpeo económica, emocional y físicamente. Murieron personas, hubo heridos. Aquí venían trabajadores de Gaza y ahora no se les permite”, de modo que escasea la mano de obra para la construcción o los comercios. También los vecinos judíos que llegaban al mercado local a hacer compras han dejado de hacerlo. “Todo esto que provocó Hamas, acaba por agigantar la pobreza de nuestra gente”, lamenta.
Esa grieta que ha crecido súbitamente entre los dos pueblos es paradójica. Los hijos de este hombre se educaron en kibutzims vecinos, desde el jardín a la universidad. Y uno de sus hijos está casado con una mujer judía. Una integración casi total que ahora está en riesgo.
En la recorrida por la ciudad llegamos a la mezquita más antigua del lugar, construida en 1972, poco después de que nació la ciudad. Se dejan dejar los zapatos en un estante ubicado antes de la puerta interior Viene gente con túnicas blancas y amplias sonrisas a saludar al acompañante del enviado lo que facilita poder entrar y recorrer el lugar.
La sala de oración es un espacio amplio, alfombrado. El techo en forma de bóveda, cuidadosamente decorado. En un costado está el púlpito alto desde el cual se pronuncia el sermón de los viernes. Hay una biblioteca con distintas ediciones del Corán y la Alquibla que es ese muro o rincón orientado hacia la Meca, uno de los tres sitios sagrados del rito musulmán, donde se debe dirigir la oración.
En la mezquita
En un costado, junto a una ventana, un circulo de hombres escuchan sentados sobre la alfombra a un anciano de barba blanca que les habla desde una silla. No se permiten mujeres en el lugar de modo que Patricia espera afuera.
El guía del enviado aprovecha la visita para remarcar que esta guerra que desangra a Gaza “es un conflicto político, pero tu sabes –dice tomando el brazo del periodista- hay muchos que pretenden convertirlo en una guerra santa, los extremistas de un lado y del otro, eso tenemos que impedirlo”.
A pocos metros de la mezquita esta la casa de la familia. El hombre invita a pasar. Hay sillones de mimbre en el patio y un limonero. El hijo mayor con tupida barba negra trae frutas y postres con una jarra de té caliente. La esposa del joven viste un chador negro que le deja libre solo el rostro. Tienen una bonita niña de tres años. La charla sigue. Luego en la puerta nuestro acompañante saluda y pide: “Vuelvan a visitarnos, esta guerra va a pasar”.
Rahat y Be’er Sheva, Israel. Enviado especial
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