Para no dejar de disentir
Las voces críticas siempre ejercen su atractivo, o satisfacen una necesidad de visiones alternativas sobre el discurrir actual de mundo. Este es el camino recorrido por Hacer disidencia. Una política de nosotros mismos, de Éric Sadin, ed. Herder, traducción de María Pons Irazazábal.
En su ensayística crítica se unen distintos perfiles de observación que siempre buscan puntos ciegos, ausencias, contradicciones, formas de la pérdida o la despersonalización. Los modos de un hacer disidencia.
El rol del ciudadano es teñido de duda en cuanto la “profesionalización del ejercicio del poder”, como una forma de mejor acapararse y acumularse, emplaza al ciudadano en un rol pasivo porque su participación real termina luego de depositar su voto en la urna en los momentos eleccionarios; y una encubierta antidemocracia cunde en el seno mismo de la supuesta democracia cuando los ciudadanos son contraídos “al rango de meros espectadores de un mundo que, en última instancia, surge de fuerzas que nos son ajenas”. La no identificación entre el individuo real y las fuerzas que lo constriñen. Un corredor de la despersonalización.
Desde este modo de ver, una sociedad crítica exige “velar por una higiene del lenguaje’, en palabras de George Orwell; es decir, procurar que las palabras no sean confiscadas, sino que “su libre utilización favorezca la expresión de la pluralidad”, y esto supone “un reto político apasionado al que hoy nos corresponde enfrentarnos”.
El tiempo pandémico condujo a la naturalización del trabajo a distancia, al teletrabajar. Una “ruptura conceptual” avalada por el anuncio de Mark Zuckerberg respecto a que los empleados de Facebook podrían teletrabajar de forma permanente. La aseguradora Allianz también alentó la experiencia del home office; y de manera más radical aún, el Daily News, en julio de 2020, decidió vender sus oficinas de Manhattan para “convertirse en un periódico sin redacción física”. Una “gran regresión” en tanto otro elemento que contribuye a la merma de la interacción entre las personas reales en beneficio del “proceso de la telesocialización generalizada”.
Desde el siglo XIX y luego de la Revolución Industrial, comienza una era del exceso desde el urbanismo y la ciudad de masas de las anchas avenidas, la de los edificios imponentes y lo monumental; y la era de los transportes, el ferrocarril; y un proceso de irrefrenable apropiación de recursos naturales. Lo que derivara en la degradación ambiental, y la hoy inocultable crisis climática planetaria, documentada profusamente por la IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) que alentó la “Cumbre de la tierra” en Río, en 1992; mientras que en la realidad cotidiana se tejen noticias de incendios, desprendimientos de placas de hielos polares, retroceso de los glaciales…Y en un torrente editorial constante, se publican nuevos libros sobre la devastación ininterrumpida del planeta. Así se atiza “una sociedad del espectáculo de un mundo amenazado de extinción”.
Habitar el desastre
El malestar psicológico por la sensación de vivir un desastre ecológico conduce al concepto de “solastalgia”, del filósofo australiano Glenn Albrecht, en Las emociones de la Tierra. En un principio, cuando la devastación se constreñía a lugares circunscriptos y lejanos, no brotaba ninguna conmoción; pero, al advertirse que el problema es real y universal, esto deriva en una “colapsología”, la percepción de que los ecosistemas están por colapsar. Pero, en todos los casos, y más allá de distintas respuestas a la “hybris ecológica”, se propone que, como ya observaba el filósofo francés Jacques Ellull, es sospechosa toda defensa del medio ambiente que no haga hincapié suficiente en el mal uso de los poderes tecnológicos y la responsabilidad humana.
Pero en la vida de lo inmediato, prevalece la impresión de que el Estado actúa al margen de la sociedad. Frente a esto, más que disipar energías en confrontar con la monopolización del poder, el autor defiende como camino crítico más adecuado “institucionalizar lo alternativo”; esto implica “fomentar la creación de una multitud de colectivos”. Acción que es afín a la promoción de la equidad, el respeto del medio ambiente, la expresión de las habilidades personales en una época del maquinismo y la inteligencia artificial, y el apoyo a acciones alternativas basadas en un espíritu de cooperación.
Lo social por lo colectivo impele actitudes de disidencias prácticas, reales, edificantes, a diferencia del planteo abstracto de Cornelius Castoriadis de la autoinstitución de la sociedad. A su vez, la contraposición entre el esmero productivo artesanal y la producción en serie, también incluye la confrontación entre la mercantilización del arte y el arte como lenguaje de una genuina autoexpresión.
El arte mejor asimilado a la condición de mercancía fue favorecido por la posmodernidad y su ruptura de límites para que todo sea potencialmente objeto o acción artística; y para que todo pueda ser convertido en generador de dinero en la forma de un neokitsch, en el ejemplo arquetípico de Jeff Koons. La manipulación del mercado del arte a través de comisarios de exposiciones y coleccionistas, lejos de ser una real alternativa, torneó una nueva proa de un capitalismo renovado.
Frente a las duras leyes de mercado atrapando el cuerpo ligero del arte y aferrándolo al poste del lucro y la obsesión por el éxito desde un mimetismo conformista, se contrapone una “experiencia compartida de lo sensible”. En esta actitud, se invocan antecedentes de escuelas comunitarias ávidas de promover las capacidades físicas, morales e intelectuales de los alumnos.
Se pondera también a Iván Illich, y su La sociedad desescolarizada (1971), en la que se acusa a la escuela de haber perdido sus objetivos genuinos, la formación de valores humanistas desplazados hoy por una enseñanza hacia la modelación de un “consumidor progresivo”.
Dentro de la acción de los colectivos también puede inculcársele a los presos formas de trabajo y habilidades dormidas y dignificantes, como lo buscó el Grupo de información sobre las prisiones (GIP) creado en Francia, en 1971, con la participación de abogados, médicos, psicólogos, y el apoyo de intelectuales como Foucault, Gilles Deleuze, o Pierre Vidal- Naquet.
La intervención de los colectivos recuerda el libro de Simone Weil, Echar raíces en el que se pregona que los humanos deben “pertenecer a un medio y a una colectividad”, lo que coincide con la reivindicación final de la “amistad como forma de vida”, actitud que estimula los encuentros y la vitalidad, como camino compartido entre los seres, fuera del aislamiento y la distancia.
Filósofo, escritor, docente, su último libro La red de las redes, Continente.
Hacer disidencia. Una política de nosotros mismos. Éric Sadin. Herder. Trad.: María Pons Irazazábal. 248 págs.
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