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Todos los fuegos, el fuego de Petzold

Cielo rojo, de Christian Petzold, es el segundo capítulo de una trilogía organizada libremente alrededor de los elementos. Ondina (2020) narraba una relación imposible entre un buzo y una mujer que tal vez fuera una sirena, una criatura mitológica salida del cauce del tiempo a la que el relato encuentra viviendo en la Berlín actual. A ese cuento sobre el agua le sigue ahora otro sobre el fuego.

Cielo rojo narra la historia de un escritor en crisis con su arte y con el mundo que viaja a una casita en la costa con un amigo para trabajar lejos del ruido de la ciudad. Allí, previsiblemente, el protagonista se vuelve blanco de nuevas distracciones y amenazas, entre las que figura un incendio forestal que crece silenciosamente y que pareciera exteriorizar la agitación interior del personaje. Después de ganar el Oso de Plata en el Festival de Berlín y de proyectarse en el Festival de Cine Alemán, Cielo rojo, una de las mejores películas del año, finalmente tiene su estreno comercial.

Transit, de Christian Petzold, con Paula Beer.
Transit, de Christian Petzold, con Paula Beer.

Las películas de Petzold, el director alemán más importante del presente, son conocidas por su notable eficacia narrativa y formal, lo que también supone su mayor debilidad. El cineasta se mueve con comodidad en casi cualquier género o relato como quien tiene al alcance de la mano (del ojo) la totalidad de la historia del cine, desde el melodrama clásico (Ave Fénix), el thriller político (Barbara), el drama bélico (Transit), el puzzle film que experimenta con el punto de vista y traiciona las expectativas del espectador (Yella) o la estética del cine moderno, con su repertorio de personajes inescrutables o inmovilizados que se entregan a alguna forma de deriva y sobre los que la narración confiesa saber poco y nada (Seguridad interior, su primer largometraje).

Ave Fénix con la gran actriz Nina Hoss. Ave Fénix con la gran actriz Nina Hoss.

La solvencia impresionante para manipular todos esos géneros y registros narrativos tiene su contracara: las películas de Petzold se vuelven a veces artefactos cerebrales que terminan despojándose a sí mismos de corazón, como si la inteligencia que rige sus estructuras ganara la escena y obturara el despliegue de las pasiones prometidas. A partir de Barbara (2014) algo de ese tono glacial empieza a romperse. Ave Fénix, Transit y Ondina continúan gradualmente el deshielo, pero Cielo rojo sugiere el ingreso del director a un momento nuevo de su carrera.

Película solar, alimentada por la vitalidad del entorno y de las pulsiones amorosas que nacen al resguardo del bosque o la playa, Cielo rojo inyecta al cine de Petzold la energía del relato de formación que transcurre en espacios naturales, en especial del cine de Eric Rohmer, cuya influencia se siente casi en cada escena. Todo comienza cuando Leon y Felix se dirigen a la casa de vacaciones de la madre del segundo.

El dúo viaja para dedicarse a terminar proyectos pendientes: Leon (Thomas Schubert) prepara su segunda novela y Felix tiene que armar un portfolio de fotografías para ingresar a una escuela de arte. Apenas llegan descubren que no estarán solos. En la casa hay restos de una habitante misteriosa que lleva una vida disipada: ropa tirada por el suelo, dos copas de vino y una cama deshecha exacerban la imaginación de los protagonistas.

Cuando Nadja (Paula Beer) aparece y hace buenas migas con Felix, para Leon se desata una tormenta perfecta: el amigo entra rápidamente en el horizonte de disfrute trazado por Nadja y juntos asedian la fortaleza que el pobre Leon trata de levantar en torno suyo para protegerse de las tentaciones del mundo y sostener su plan monacal de escritura.

Cuento de verano

El conflicto queda establecido: el drama de Leon consistirá en resistir las invitaciones a la playa, a pasear por el bosque, a visitar al pueblo o a cenar en el patio, aludiendo siempre y con aire severo al libro por terminar (“mi trabajo no me lo permite”). Mientras Felix se integra perfectamente a la deriva de placeres y camaradería propuesta Nadja y Devid, el guardavidas del lugar, Leon, solemne, frustrado, trata de concentrarse en la escritura pero resiente la algarabía de sus vecinos.

El director alemán Christian Petzold presentando su películar Yella. El director alemán Christian Petzold presentando su películar Yella.

Se dibujan así dos perfiles de artistas: uno que entiende la creación como una tarea ardua y solitaria, que demanda medidas estrictas de aislamiento, y otro que nutre su obra del contacto con los seres y las cosas circundantes. Después de una excursión a la playa, Felix tiene una idea para su portfolio con fotografías sobre personas que miran el mar. Leon, menos moderno, y ciertamente menos vanguardista, opta por el rol del creador romántico para el que la obra surge como resultado de las privaciones sufrientes del productor.

Pero hay otro modelo de artista, uno al que suscribe no sin algunas dificultades Petzold por primera vez en su filmografía. Es el del cineasta menos preocupado por las durezas del guion que por el registro de la vitalidad que puede obtenerse de los intérpretes, de sus intercambios y del paisaje. Verdadero ingeniero del cine, Petzold no pierde sus mañas de obsesivo del guion y la puesta en escena pero las pone a raya y se permite aperturas, una nueva respiración, y encuentra (a diferencia de Leon) otras formas de filmar, de oir los reclamos de la historia. Imposible no escuchar (ver) los ecos del cine Rohmer, de la red de acercamientos y repliegues románticos de, por ejemplo, Pauline en la playa; difícil no reencontrar en la extraordinaria actuación de Thomas Schubert (Leon) el malestar y la parálisis amorosa de Marie Rivière en El rayo verde.

El desenlace muestra al Petzold que ya conocemos, al director dedicado plenamente a la contundencia de los mecanismos narrativos, pero la hora y cuarto anterior exhibe el raro espectáculo de un cineasta que lucha contra sí mismo, que prueba suerte por primera vez con el ritmo alambicado de la comedia, que abraza la hipnosis melancólica de “In my Mind” (la canción de los vieneses Wallners que se vuelve el himno silencioso del film) y se permite contar un relato mínimo, al margen de los grandes temas o las crisis históricas, y del que extrae una ganancia mayúscula: la observación alucinada de las emociones (y de su represión), la dimensión microscópica de la seducción y sus gestos, las dudas del cuerpo del enamorado.


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