Vacíos entre cada arrepentimiento
La primera escena de la película ya le dedica a Tomas un retrato impiadoso: frente al set del film que dirige, el protagonista se muestra nervioso y difícil, obsesivo con cada detalle, ligeramente cruel con técnicos y actores. Es el final del rodaje, espacio controlado donde Tomas puede manipular a su antojo los elementos de la ficción. En la fiesta que sigue, después de la última toma, su capacidad de influir sobre los demás se desmorona: Martin (Ben Whishaw), su esposo, rechaza la invitación a bailar y se va temprano del bar porque tiene trabajo pendiente; el equipo del film, liberado ahora del yugo de la filmación, ignora olímpicamente a Tomas, que baila por su cuenta y hace como si disfrutara, pero sin signos de goce a la vista. El cine podrá ser un material maleable, pero la realidad resiste. Hasta que, por una cosa o por la otra, la fiesta sigue en casa de Agathe (Adèle Exarchopoulos), de quien Tomas queda prendado y con la que se acuesta sin demasiados preámbulos. A la madrugada siguiente, Tomas no tiene mejor idea que informarle a su marido que se acostó con una mujer, que fue una gran experiencia y que quisiera contarle todo.
Dirigida por Ira Sachs (Por siempre amigos, Frankie), Pasajes narra un triángulo amoroso siguiendo los modos de la fábula, un cuento sobre un hombre que no sabe estar a gusto en ninguna parte. Sachs organiza el relato con una claridad prístina: para el cineasta no se trata de envolver las idas y vueltas sentimentales de Tomas con los ropajes de la psicología, sino de filmar el deseo desnudo en su despliegue más destructivo.
Una vez que el film establece el mecanismo por el cual Tomas estando con A decide perseguir a B (Agathe o Martin, los dos son intercambiables, lo que importa es el desplazamiento de uno a otro, el switch), queda a la vista escena un espectáculo en el que resuenan historias del pasado que subrayan con severidad la degradación de quienes no cumplen con lo que se espera de ellos.
Más cerca nuestro, ese aire fabulesco hace acordar a los cuentos morales de Rohmer, pero también a la última etapa de Philippe Garrel. Como ellos, Sachs filma más atento a los gestos y a las transformaciones del relato que a cualquier fundamento o explicación realista. No interesan las motivaciones, la adjetivación siempre dudosa de la “construcción psicológica” o de los verosímiles del género, sino el placer del cuento exhibido en su espesor emocional: la inestabilidad esencial del triángulo amoroso, la insatisfacción inextinguible de Tomas, la comprensión afable con la que sus dos parejas de ocasión lo reciben, toleran y lo dejan ir, sabiendo que tal vez el ciclo vuelva a recomenzar.
El título de la película anuncia ya el estado de alteración permanente en el que vive el protagonista. No se sabe mucho de Tomas excepto que es director de cine, que lee (pero no qué lee), que no parece tener demasiadas cosas propias salvo el departamento espacioso de Martin y la casa de fin de semana que compraron juntos, y que cada vez que termina un rodaje parece iniciar un nuevo proceso de autodegradación sin razón visible. En cierta forma es el alemán Franz Rogowski el que impone un tono, una velocidad, al film. Actor nervioso, amigo del cuerpo antes que de las palabras, los personajes de Rogowski habitan un estado de agitación perpetua y son lanzados a alguna clase de fuga.
En Transit, que lo descubrió al mundo, tiene que escapar por parajes intrincados de las fuerzas nazis que Christian Petzold traslada a la contemporaneidad en una insólita mezcla temporal. En La gran libertad, de Sebastian Meise, la fórmula se intensifica: sometido a encarcelamiento por ser gay durante el régimen nazi y en las décadas siguientes, el personaje de Rogowski encuentra dentro de los confines de la prisión la geometría perfecta para la activación y la descargar el deseo. En Ondina, nuevamente bajo las órdenes de Petzold, no es tanto su movimiento sino la atracción generada por Paula Beer lo que lo mantiene cautivo, al acecho, sumido en una penumbra parecida a la de las profundidades subacuáticas a las que lo empuja su trabajo de buzo. Lo que impresiona de Rogowski en esos films, y ahora en Pasajes, es la manera en la que el actor genera una intensidad reconcentrada, como un rayo, a partir de su figura magra, endeble, que junto con la mirada de animal lastimado y el labio leporino coronan una imagen frágil y vital a la vez.
A Sachs se lo siente un poco más cruel que de costumbre, lejos de la calidez con la que filma, por ejemplo, la separación forzada de dos hombres mayores en El amor es extraño (2014). Tomas no tiene consuelo: una vez consumada la unión con Agathe, no hace más que buscar a Martin y viceversa. Sachs narra los vacíos entre cada arrepentimiento, el silencio que sobreviene en los momentos de intimidad, la incomodidad en la mesa o en los ratos libres, el cuerpo que se revuelve sabiendo (creyendo) que su verdadero lugar está en otra casa, junto a otra persona que, sugiere Sachs, con el tono de un demiurgo inflexible, no será más que otro eslabón de una búsqueda inacabable.
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