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Memoria atrapada en la lava del volcán

Durante el otoño español, el Museo Arqueológico y Paleontológico de la Comunidad de Madrid situado en la ciudad de Alcalá de Henares, cobijó una exposición temporaria que recibió gran afluencia de público: Los últimos días de Tarteso. Un título que, sin dudas, remite a la novela que, con ese nombre, pero dedicada a Pompeya, el escritor inglés Edward George Bulwer-Lytton (1803-1873) publicó en 1834, en plena euforia por los hallazgos realizados en las excavaciones de una ciudad sepultada por la erupción del Vesubio del año 79 de nuestra era. Luego, sin cambiar de título, seguirían las óperas y las piezas teatrales y, ya en el siglo XX, las películas y adaptaciones para la televisión.

El descubrimiento fue realizado durante la excavación del sector Este del yacimiento, el área por el que se accede al patio del edificio donde se documentó el sacrificio de decenas de équidos.El descubrimiento fue realizado durante la excavación del sector Este del yacimiento, el área por el que se accede al patio del edificio donde se documentó el sacrificio de decenas de équidos.

En 1834 se sabía que los objetos y cuerpos calcinados habían dejado “vacíos” en la lava, pero la técnica para la obtención de calcos vertiendo yeso en esos huecos tendría que esperar 30 años más. En la década de 1860, una invención del italiano Giuseppe Fiorelli permitió obtener los gestos y las imágenes en tres dimensiones de las personas y los animales en el momento previo la muerte.

Esos calcos ayudarían a consolidar la idea que los hallazgos de una excavación arqueológica son una instantánea, de un momento congelado o petrificado del pasado que, sin interferencias llega a nuestros días. Nada más lejano a la realidad que todo lo desubica, tanto en el tiempo como en el espacio, logrando que lo que estaba separado se junte en otro lado, ya sea por acción de los vientos o de las aguas o porque lo que nunca estuvo unido, el hombre, sus trabajos y los días, lo amontonan en un rincón del planeta.

Dar sentido al orden

La arqueología, la paleontología y la prehistoria, de hecho, han recurrido a una serie de técnicas para tratar de revelar los procesos y los caminos para que las cosas se presenten a nuestros ojos de ese modo y no de otro.

“Tafonomía” es el nombre de la disciplina que se ocupa de darle sentido al orden con el que hoy aparecen los fragmentos del pasado, es decir de los procesos por los cuales los artefactos o los huesos se desubican en el tiempo que media entre el descarte o la muerte y nosotros. Es decir, cómo se fragmentan, se mueven y “aparecen” donde se los halla.

Las construcciones y vestigios de la vida tartésica, sin embargo, parecen llegar al siglo XXI destruidos pero intactos, por lo menos en cuanto a disposición de las cosas se refiere. En efecto, en la última década y en el suroeste de la península ibérica, los equipos del Instituto de Arqueología de Mérida, centro mixto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Junta de Extremadura, se están confrontando con estructuras destruidas y consolidadas a propósito, como si en el siglo IV A.C. alguien –o muchos, pero, como sea, sin la necesidad de un volcán en las cercanías– se hubiese encargado de preparar los despojos de su cultura para esta eternidad que la excavación ha comenzado a desmontar.

Así, los arqueólogos han constatado que, entre finales del siglo V y comienzos del siglo IV a.C., en los últimos años de “Tarteso”, una serie de edificios situada en el curso medio del río Guadiana en Extremadura, fue sellada de manera aparentemente ritual. Hasta la fecha se conocen por lo menos 13 túmulos de los que se han excavado tres: Cancho Roano, La Mata y Casas del Turuñuelo, todos en la provincia de Badajoz.

La exposición de Alcalá habla de ello, de las nuevas fronteras y de las preguntas que surgen de la investigación. La muestra incluye una reconstrucción virtual que explica el proceso de clausura y abandono del edificio del Turuñuelo así como otra a escala natural del patio del yacimiento: una planta rectangular con una escalinata monumental donde se encontraron –en su ubicación original– los esqueletos de más de cuarenta caballos sacrificados en ese lugar en los momentos antes a la destrucción de la estructura.

En ese edificio, nada parece desubicado; por el contrario, como en Pompeya pero por causa humana, da la impresión de haber sido preparado para la posteridad, un enigma todavía sin respuesta.

Una historia hecha de fragmentos

Sin embargo, la exposición también cuenta una historia hecha de fragmentos fuera de lugar y que solo el futuro, quizás, recoloque en un sitio que nunca podrá ser el de entonces. La muestra exhibe esos hallazgos deshilachados, inesperados, incomprensibles o teñidos por el deseo –similar al de Schliemann– de dar con el paradero de una referencia que muchos creían –otros siguen creyendo– meramente literaria: el Tarteso de los griegos ubicado en el fin del mundo conocido, poblado de seres monstruosos y malignos. O la ciudad de los investigadores del siglo XIX y del siglo XX, definida por hallazgos sin contexto depositados en los repositorios más diversos.

Hoy, “Tarteso” equivale a una cultura resultado de la amalgama entre los grupos indígenas y los de origen mediterráneo establecidos en la costa del sur de la Península Ibérica. Hasta hace poco no era más que un amplio elenco de objetos espectaculares que mostraban esos intercambios.

“Tesoros” en joyas en oro, cerámica decorado con motivos griegos, vidrio importado, restos de todo tipo que, gracias a las excavaciones contemporáneas se han podido revalorizar y colocar en un marco que habla de una gran complejidad y una larga historia continuada incluso después de “los últimos días de Tarteso”.

Tarteso es asimismo un desafío permanente, una caja de sorpresas, un arcón que, a cada instante, hace surgir objetos sorprendentes, inesperados que ponen a prueba lo que había afirmado poco antes.

Por ejemplo, casi todos estaban convencidos que en Tarteso reinaba el aniconismo, la práctica o creencia de rehuir a las imágenes de seres divinos y otros personajes religiosos o, en términos generales, la falta de representación de seres humanos. Pero, el 18 de abril de 2023, apenas ayer, el CSIC informaba oficialmente que el grupo de investigación de Merida había hallado en el yacimiento de Casas del Turuñuelo los restos de cinco relieves antropomorfos del siglo V A.C, las primeras representaciones humanas procedentes de la cultura tartésica.

El descubrimiento fue realizado durante la excavación del sector Este del yacimiento, el área por el que se accede al patio del edificio donde se documentó el sacrificio de decenas de équidos. Insólito, inesperado, sorprendentes: palabras que se repiten en una y otra entrevista de las crónicas publicadas.

Se trata de figuras femeninas adornadas con unos pendientes o arracadas, piezas de orfebrería que solo se conocían a través de los hallazgos realizados en enclaves como el yacimiento de Cancho Roano o dentro del conjunto que conforma el tesoro de Aliseda, un ajuar funerario tartésico hallado, hace muchos años, en Cáceres.

Así, mientras un pendiente suelto encuentra su lugar, las caras, los labios y los peinados de estas figuras, vuelven a descolocar a los arqueólogos y a las ideas que, día a día, cambian de sitio o, mejor dicho, conectan o desconectan las cosas acumuladas en los museos y las colecciones por los hombres y las mujeres de la historia. Desubicadas, fuera de lugar, hasta que llegue alguien, hable y diga lo contrario.

Irina Podgorny, autora de Desubicados (Beatriz Viterbo, 2022), una reflexión sobre los museos y la historia de las cosas fuera de lugar.


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